
¡Oh, leer!
Esa constante que muchos defienden; leer y cómo leer, esa es la cuestión. Leer, eso que muchos veneran, algunos otros cuestionan y muchos ignoran, aunque lo hacemos todos los días con el mayor desprecio y con toda naturalidad.
¿Qué clase de lectores son?
No, esto no es un juicio, es una confesión y una petición. Pero hablemos del contexto antes de ahogarnos en la depresión y la simpleza.
Descubrí verdades que temía reconocer porque, ¿quién quiere admitir que se es más bobo de lo que pensó? Después de leer repetidas veces el libro Lector, vuele a casa, de Maryanne Wolf, atravesé otro de mis más profundos abatimientos y es que, si ustedes también lo sospechaban, entonces no estamos tan perdidos.
Wolf, a través de nueve cartas, nos va revelando qué pasa con el cerebro lector ahora que está inmerso en la tecnología y qué nos sucede al asfixiarnos en ella. Y es que al parecer la forma contemplativa de la lectura está más ausente por el uso excesivo de los medios electrónicos, lo que trae a la postre un inevitable riesgo de quedarse idiota. No me disculpo por sonar alarmista.
En esta época en la que prima la información sobre el conocimiento, el formato sobre el contenido y el titular sobre la noticia, la reflexión y el análisis, es difícil saber hasta qué punto nos hemos dejado gobernar por la prisa de la novedad; tanto que pierde su importancia tan sólo momentos después, porque ya se ha convertido en algo irrelevante. Sí, caemos en la trampa de leer lo estrictamente necesario.
Y es que para que el cerebro tenga la capacidad de procesar el flujo de información que nos hostiga permanentemente, también tiene que encontrar mecanismos para desecharla a la misma velocidad, digamos que constantemente tiene diarrea y, claro, eso tiene sus consecuencias. ¡Exacto! Esa alarma que ya los había estado molestando y que tenían bajo sospecha: la dificultad o incapacidad de poner atención, concentrarse y profundizar. O, al revés, el hábito de procrastinar y no querer dedicar más que unos segundos al bombardeo de publicaciones que sólo exigen un vistazo. Sin embargo, no debemos perder de vista que “existe una relación extremadamente estrecha entre el sistema de atención y los distintos tipos de memoria” (Wolf, 434).
Piensen en sus redes, piensen en lo que ven y leen y cómo lo procesan…
En la cuarta carta, Wolf habla de un experimento que la dejó atónita. Y es que, al intentar releer El juego de abalorios de Hesse, descubrió que no podía leerlo. Y no es que perdiera la habilidad de decodificar, sino que se sentía incapacitada de abordar una lectura que califica de densa.
Claro que yo no quise quedarme atrás e intenté hacer lo mismo. No me sorprendí, sabía cuál sería el resultado, esa dificultad ya la había experimentado: la sensación de densidad en lecturas menos demandantes. Los invito, al igual que Wolf, a realizar el experimento. Tomen algún libro que ya hayan leído y que les demandó mucho de su intelecto, además de concentración. ¿Qué pasa?
Cuéntenme sus resultados en los comentarios.
¿Cuál es la tendencia?
Era inevitable, Wolf después de una extensa investigación sólo confirmó que la preferencia por consumir “silos familiares de información fácilmente digerible, menos densa y menos exigente intelectualmente” (229) tiene un impacto en nuestras capacidades cognitivas trascendentales, las cuales pueden atrofiarse con una velocidad que no necesariamente percibimos. Habilidades cognitivas, como el pensamiento crítico, la reflexión, la imaginación y la empatía, que hasta ahora sólo proveen los formatos físicos y una lectura profunda (791).
No nacimos para leer. Leer implicó una revolución para la especie humana y sigue representando retos. Leer exige al cerebro un esfuerzo tremendo que estamos modificando por nuestros hábitos frente al uso de la tecnología.
Maryann aboga (y me uno a su llamado) por buscar la dimensión contemplativa de la lectura y bajarle a la inmersión tecnológica en pro del formato físico o nuestro cerebro seguirá con una diarrea prolongada y no quiero saber qué pasará si esto continúa. A veces, tengo la sensación de que fenómenos como Tik Tok son una ventana premonitoria.
Es claro que no podemos ni queremos deshacernos de la tecnología, pero sí podemos reservar más tiempo para la lectura profunda y sin prisa, resucitar al lector que alguna vez fuimos o queremos ser.
No quiero hacer una apología romántica de por qué leer nos hace mejores, pero digamos que en términos cognitivos sí nos permite desarrollar habilidades y conocimientos necesarios para ser tantito más funcionales y menos susceptibles a las noticias falsas, teorías de conspiración o a embarcarse en una discusión ridícula en la red social más tóxica. La investigación respalda lo que muchos suponen de manera idealista en torno a la lectura, y es que ésta “cimienta la creciente complejidad de nuestro pensamiento” (220).
Todavía habrá que investigar más sobre la formación del cerebro lector digital, en tanto, no dejen de abrir sus libros físicos y compártannos su experiencia reciente con las lecturas.
Maryanne Wolf. (2020). Lector, vuelve a casa. Barcelona: Editorial Planeta.
P. D. Quisiera hacer una confesión. Me leí el libro de Wolf en versión digital porque la versión física de importación era demasiado cara. Y sí, sí me costó leerla en ese formato, por eso lo releí varias veces. Pero el precio que a veces tenemos que pagar por los libros nos impide comprarlos, algo de lo que hablaré en mi siguiente entrada. Espérenla.
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