
Julian Barnes, El sentido de un final, Anagrama, 2016.
¿Qué es la verdad? Aquello que no se puede negar.
Parece simple a ojos de cualquiera, pero nadie mira desde el mismo lugar porque, cuando intentamos regresar a algunos momentos de nuestro pasado, sean inmediatos o no, lo más probable es que eso que veamos esté distorsionado. Ya lo decía García Márquez en una de las citas más trilladas: «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla». Este regalo de la memoria, con la virtud de sus deformaciones, es la que nos da hilo para contar cualquier clase de historias, desde las más fantásticas hasta las más crueles o ridículas.
A diez años de su primera edición en inglés, nueve en su versión española y tres sin abrir en mi estante, Julian Barnes me regaló un par de horas de reflexión e inspiración que me hicieron reconocer la obsesión que tengo por ciertos recuerdos y el modo que tengo de regresar a ellos para descubrir de forma inequívoca cómo nada fue lo que fue.
El sentido de un final es una novela objetiva con una sucesión de causas y efectos aparentemente lógicos que llevan al lector, de manera retrospectiva y rítmica, a intentar descubrir la razón por la que el protagonista recibe una herencia de la persona menos esperada y con la que solo convivió un fin de semana, aparentemente, insignificante.
Ese momento irrelevante se convertirá en la hebra de la obsesión que llevará a Tony a plantearse preguntas acerca de la verdad de lo ocurrido en su juventud y cómo esto afecta su percepción sobre el presente.
Tony es un hombre retirado y divorciado con una vida sencilla. Disfruta, a pesar de todo, de la rutina, sus divagaciones filosóficas, los almuerzos amistosos con su exesposa y la compañía esporádica de su hija. Pronto, su serenidad se verá amenazada por la promesa de una herencia, el diario de un amigo extinto y el fantasma de un viejo amor, Verónica. Ahora sus días serán un viaje a la memoria, la reconfiguración de su pasado y una búsqueda incesante de respuestas que difícilmente suelta el autor.
Barnes, con una narrativa contemplativa e inteligente, reta al lector hasta el punto en el que, al igual que Tony, te hace dudar sobre la comprensión de los hechos y la aparente convicción de que moriremos sin entender absolutamente nada, no solo de la historia, sino de la vida misma. Incluso, el verdadero protagonista de la historia danza invisiblemente ante tus ojos hasta que la lógica demuestra el enredo.
Pero la frustración de perderse en la serie de sucesos no desalienta la lectura en lo más mínimo, por el contrario, mantiene la inquietud constante, alimentada por la manía de Tony llevada hasta sus últimas consecuencias. Barnes me recuerda un poco al estilo de Zweig, que tiene la capacidad de estallar la tensión en dos páginas o en un solo párrafo, después de suficiente introspección, prueba indiscutible y breve: 24 horas en la vida de una mujer.
¿Por qué decidí abrir este libro ahora y no tres años atrás, como demandaba la circunstancia? Me pregunto. Es filosóficamente evidente, contestaría Tony.
Hace tres años este libro no hubiera significado lo mismo; lo irónico es que el sujeto de mis evocaciones hoy es más real, a pesar de la ficción, su memoria se mantiene intacta; pero como sentencia Verónica, quizá nunca entiendas.
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