
Hablemos de lo que nos incomoda, a mí me fastidia sobremanera la palabra empoderamiento… así como la palabra inefable (guiño, guiño), pero esa es otra historia.
(Antes, para amenizar las siguientes ideas, disfruten de La Valse des monstres de Tiersen).
Intentaré ir a las entrañas para dar sentido a mi aborrecimiento por la palabra. Lo que encontré en el “internet de las cosas” sólo hace que mi odio suba como espuma de cerveza. De acuerdo con el Diccionario panhispánico de dudas, empoderarse es un calco del inglés: to empower (suena a bebida energizante, ¿no les parece?, ¿o es que hemos visto demasiada publicidad?), que significa «dar a alguien autoridad oficial o libertad para hacer algo».
Hoy es casi inevitable mezclar nuestra comunicación oral con extranjerismos (¿sí o no baby?), pero nuestras academias de la lengua en países hispanoparlantes, entre otras cosas, se dedican a describir y prescribir los usos de la lengua y darle unidad al habla de los hablantes. Es común, que además de los calcos, se usen varios métodos para incorporar nuevas palabras al acervo de nuestro idioma.
Regresemos al origen: empoderamiento; si lo repiten tres veces invocarán a los dioses del poder supremo.
Este término se ha estudiado en disciplinas como la psicología, sociología, ciencias políticas y los estudios de género. Mucho se ha dicho sobre esta palabra, por ejemplo, la característica de “otorgar poder [a los desfavorecidos socioeconómicamente] para que, mediante su autogestión, mejoren sus condiciones de vida”[1]. La Real Academia Española (RAE)[2] generaliza:
- tr. Hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido.
Al investigar más sobre el tema, encontré que hay propuestas como la de Maritza Montero, académica, que se aparta del neologismo para referirse al término como ‘fortalecimiento‘, que es más adecuado para nuestra lengua española y lo define como el proceso por el cual “los miembros de una comunidad desarrollan capacidades y recursos para controlar su situación de vida, actuando de manera comprometida, consciente y crítica, para lograr la transformación de su entorno según sus necesidades y aspiraciones”[3].
En una búsqueda medianamente más exhaustiva me encontré referencias de Zimmerman, Freire, Weber, Foulcault, Jo Rowlands, Naila Kabeer y Julian Rappaport[4].
Exploré textos interesantes en los que se establecen dimensiones bastante complejas sobre el empoderamiento y sus implicaciones en el individuo y en la sociedad. Por ejemplo, Zimmerman habla de que en el proceso de empoderarse existen componentes intrapersonales, cognitivos y de comportamiento[5], y este proceso es posible sólo si hay oportunidad, es decir, si un tercero con poder permite a las personas o comunidades el control sobre su vida y sus decisiones. Claro que no es tan sencillo como parece, pues para que los individuos en aparente opresión tengan poder de decisión sobre cualquiera o todos los aspectos de su vida antes requerirán ser conscientes de sus capacidades, adquirir habilidades y tener un entorno favorable que permita el acceso a los dos puntos anteriores, como consecuencia, se tendrá la libertad de tomar decisiones con impacto político, social y económico[6]. La verdad es que suena muy romántico, se cae en un bucle.
Fue entonces que descubrí, otra vez, que mis prejuicios estaban confabulando y, aunque mi intuición no estaba del todo equivocada, tuve la oportunidad de aprender algo (aprende algo dinero). Descubrí que lo que en realidad me molestaba era su significado laxo, el que regularmente se usa en medios de comunicación, organizaciones civiles, asociaciones políticas o lugares de trabajo que utilizan el vocablo para aparentar la promoción de un espacio de diversidad e inclusión. Otra idea romántica de la que hablaremos después.
Una vez más la lengua, sus usos y su semántica juegan en contra de algunos individuos ingenuos e ignorantes (yo), pero ya lo decía Chomsky: el lenguaje, más allá de ser un sistema lingüístico, más allá de su fin comunicativo, implica la configuración del pensamiento mismo y su propia construcción[7]. Así, en esa complejidad, se instaura mi sentimiento aversivo hacia la palabra empoderamiento. Su uso popular le ha robado un poco de importancia y profundidad, con el peligro de dejarla vacía de sentido. Porque cuando escucho: “necesitamos empoderarte”, “mujer empoderada”, “quiero que te empoderes”, me siento invisible y sin derecho, como si de antemano me dijeran que es verdad que no tengo poder de elección a menos que me lo otorgue alguien más. Si la intención última es tomar algún “poder” (del que se carece), ese algo abstracto que nos da facultades de competencia versus aquellos que sí tienen poder: una potencia, una fuerza en términos ideológicos, ideales, hipotéticos… su sola mención es condescendiente, una medida paliativa para los “marginados”.
No congenio con ese empoderamiento, no lo usaré en un sistema que me dice que tengo que tomar un lugar que existe por derecho. Comprendo su necesidad política y social, pero aborrezco lo que implica. (Suspiro prolongado…) No obstante, si quieren sentirse empoderados, no olviden pararse enfrente del espejo, hacer la postura de Superman durante cinco minutos y, ese día, la suerte estará de su lado. Y para terminar, déjenme recomendarles la película de Antonia: Una sinfonía, de Maria Peters, que cuenta la historia de una mujer ciertamente empoderada. Disfruten.
[1] empower, en Cambridge Dictionary, (24 de mayo de 2021).
[2] empoderar(se), en Diccionario panhispánico de dudas, (24 de mayo de 2021).
[3] Maritza Montero, Teoría y práctica de la psicología comunitaria, Buenos Aires: Paidós, 2003, p. 72.
[4] Carmen Silva y María Loreto Martínez, «Empoderamiento: Proceso, Nivel y Contexto«, en Psykhe 2004;13(1):29-39.
[5] Marc A. Zimmerman, «Empowerment theory», en Handbook of community psychology, Nueva York: Kluwer, 2000, pp. 43-63.
[6] Diego Álvarez, David Pardo y Jorge I Altamirano, «Crowdsourcing a new way to citizen empowerment», en Advances in crowdsourcing, Springer, 2015, pp. 73-86.
[7] Eugenio Martínez Celdrán, “El lenguaje”, “Específico del ser humano” en Bases para el estudio del lenguaje, Barcelona: Octaedro, 1995, pp. 31-39, 41-51.